En esta ocasión traigo algo distinto. No es un relato. Solo es un texto en el que he tratado de expresar mis sentimientos al haber salido de la última clase de la carrera. En él trato de recordar los últimos cinco años y lo que han significado para mi. Lo escribí para compartirlo en Facebook, pero he decidido añadirlo aquí también.
Recuerdo el día en que, hace casi
cuatro años, alguien me dijo que si mi primer curso de universidad se había
pasado rápido, los demás se pasarían en un suspiro. Cuánta razón tenía. Y es que fue ayer cuando mi versión de
dieciocho años se encontró por primera vez sola en una ciudad desconocida.
Ahora, cinco años más tarde,
cuando no sé si seguiré aquí o a dónde me llevará el futuro, trato de revivir y
disfrutar todos los momentos y experiencias vividos desde entonces y que han
transformado a aquella chica en la que ahora escribe estas palabras.
Creo que no olvidaré mi primer
día en la universidad. Un montón de desconocidos que, al igual que yo, no
sabían lo que les depararía la nueva etapa de su vida. Un edificio con fríos
pasillos y grandes aulas donde pasaría la mayor parte de los años venideros. El
temor a no ser capaz de superar el nuevo reto pero las ganas a la vez de
afrontarlo. Ese día también fue el primer día en la residencia. Una habitación
de paredes blancas que pronto estarían cubiertas por posters. Seis novatos que
se unieron para pasar esa semana antes de que llegaran los veteranos y
empezaran las temidas novatadas. En las siguientes semanas conocí a muchas
personas nuevas, algunas de las cuales llegarían a convertirse en grandes
amigos.
De esos primeros meses, del
primer curso, guardo muchos recuerdos. Unos son buenos, otros no tanto, algunos
simplemente los calificaría de curiosos.
Las reuniones en mi habitación.
La mujer de los prismáticos y la tarde de los sustos. Los gatos del patio de la
residencia. “El asesino de la cuchara”, vídeo que nos marcó la primera cena de
navidad. Nuestra mesa de seis (aunque habríamos cabido siete o incluso ocho)
que abandonamos para ir a otra libre de ciertas personas. La sala de la tele
decorada con banderitas eurovisivas. Desesperación porque no funcionaba Internet.
El despertador mono sonando a las seis de la mañana. La noche de Bambi. El
secuestro del peluche perro con música. Madrugar para ver el tan esperado final
de Perdidos y asustar a las de la limpieza cuando nos encontraron a todos en la
sala de la televisión a primera hora de la mañana. Reviciarnos durante unos
pocos días a Pokemon. Escuchar el heavy metal de la habitación de al lado. Temer
salir al pasillo y que el suelo estuviera recién fregado y la mujer de la
limpieza cerca dispuesta a echarte la bronca por pisarlo. Abrir mi cuenta de
Facebook y empezar a jugar al FarmVille. Ir a estudiar a la biblioteca. Horas
enteras programando, desesperada cuando no funcionaba y dando gritos de alegría
al descubrir el problema.
Nuestros asientos en la tercera
fila de la derecha. Las horas perdidas para ir a la cafetería. Pedir apuntes de
academia pero no haber pisado nunca por allí. Clases en las que no te enterabas
de nada. Los bolis de colores que compré y que todavía llevo en el estuche. Mi
primer suspenso de una asignatura. El miedo a que se repitiera y por ello dejar
otra para julio. La decisión de no volver a dejar ninguna y tratar de sacarlo
todo a la primera. Mi primera matrícula de honor. Incluso la final del mundial
la noche antes del examen de julio de cálculo.
Pero después de ese primer año
vinieron otros cuatro, que, aunque pasaron más deprisa, también dejaron una gran cantidad de recuerdos y
experiencias.
Comidas y cenas en la mesa de
cuatro. Gente que te roba la comida del plato mientras tararea para disimular. Paseos
y excursiones en bicicleta. Pasar horas hablando del “Assassin’s Creed” y ser
malas personas por matar cristianos en el juego. Bocadillos de “El Álamo”,
batidos de “El Sueño de Nebli”, montaditos de “El Guijuelito” y, por supuesto,
las patatas bravas de la cafetería de teleco. Visita al museo de la ciencia a
ver dinosaurios. Novatadas como veterana, fiestas y cumpleaños en la
residencia. Hablar a voces con la persona de la habitación de al lado. Sesiones
de fotos en el pasillo de mi habitación. Locura de época de exámenes. Ir a no
patinar a la pista de hielo. Personas que cambian o se alejan. Partidas al
futbolín en los descansos de estudiar. Ver muchas series y leer muchos libros. Evolución
de gustos musicales. Viajes a otras ciudades cercanas como Burgos, Segovia,
Palencia o Salamanca y a otras lejanas, como Brighton. Decir adiós al
Messenger y desactivar Tuenti. La cola
para entrar al comedor. Decir cosas de la manera errónea y por medios
equivocados. Horas muertas jugando al Candy Crush, al Triviados y al
Apalabrados. Cortar y coser camisetas y mochilas. Ver cómo la gente de la
residencia se va yendo. Pegarnos con la inmobiliaria pero acabar viviendo en el
piso de la “Calle de los Pollos”. Charlas en la cocina después de cenar. Que tu
compañera de piso te despierte a las tres de la mañana llamando al timbre
porque no puede entrar y tardar diez minutos en enterarte. La canción de los
Pokimon. Las noches de los miércoles.
Mucho estrés y horas de estudio.
Trabajos y prácticas en grupo. Gente abandonado la carrera o pasándose al
grado. Tener que juntarme a personas con la que apenas había tratado hasta
entonces pero que demostraron ser grandes compañeros y amigos. Cenas de clase.
Mi asiento en la esquina del pasillo central en la cuarta fila de la izquierda.
Días viviendo en la sala de ordenadores. Noches casi sin dormir y horas de
clase con la mente perdida. Fotocopiar montañas de apuntes. Clases de
laboratorio hablando de mil cosas menos de la asignatura en cuestión. Desesperación
por conseguir créditos de libre. Entender asignaturas el día antes del examen,
pasando de tener un desorden mental a unas ideas más o menos claras y
ordenadas. Clases de mitología. Globos de helio y máquinas voladoras. Aprender
alemán y mejorar el inglés. Escribir informes y parafrasear. Dropbox y whatsapp
como herramientas fundamentales para hacer trabajos. Y la gran pregunta: ¿Qué
hago ahora con mi vida?
Pero estos cinco años no han sido
solo Valladolid. También han sido momentos en mi hogar, con la gente de allí.
Sesiones maratonianas de trilogías de películas. Fiestas temáticas. Mercados
medievales con sus disfraces diseñados en pocos días o improvisados en unos
minutos. Ver películas de miedo y acabar meses traumatizada por ellas. Viajes a
conocer sitios nuevos, como las Canarias, Barcelona o Vigo. Parque de
atracciones. Revivir el vicio de jugar a Yu-Gi-Oh! Conciertos por pueblos y
fiestas de barrio. Noches de fin de semana jugando al Catán hasta las tres de
la mañana. Incluso cenas anuales con gente que hacía años que no veía y con la
que no esperaba ni quería volver a tener trato alguno.
También se merece una mención un
sitio especial, un pequeño rincón perdido entre la inmensidad de Internet en el
que personas, no solo de toda la geografía española sino también del otro lado
del océano, que comparten su gusto por los libros y la fantasía, se reúnen,
hablan y comparten opiniones. Ese sitio me ha acompañado principalmente durante
los dos últimos años aunque ahora lo tengo un poco abandonado. No conozco
personalmente a nadie de los que por allí se mueven y son poco más que nombres
extraños y avatares de todo tipo, pero me han hecho pasar grandes momentos, reírme
hasta casi caerme de la silla y disfrutar leyendo cientos de maravillosas
historias. Dragones, elfos, brujos, gatos, árboles y toda clase de criaturas
salidas de más de mil mundos han dedicado parte de su tiempo a leer mis relatos
y me han dejado en cierta manera conocerlos a través de los suyos. En ese lugar
he aprendido, quizás más que en cualquier otro en estos años, que si se quiere
cumplir un sueño se necesita dedicarle esfuerzo y trabajo y, por supuesto,
intentarlo, porque, como me dijo alguien una vez, solo gana quien arriesga.
Estos, y otros muchos, son los
recuerdos que me han dejado estos últimos cinco años, momentos compartidos con diferentes
personas. Algunos han servido para mostrar quienes son verdaderos amigos y
quienes, por el contrario, empiezan a dejar de hablarte sin motivo aparente y
acaban bloqueándote en las redes sociales. Pero de este último tipo prefiero
olvidarme, y quedarme con aquellas personas con las que hablas casi a diario
aunque solo sea un par de frases, que te alegran los días al hacerte saber que
están ahí. Con las que, a pesar de vernos menos, te puedes juntar y pasar el
rato como si no hubiera pasado el tiempo. O a las que puedes llamar por
teléfono una tarde y pasarte casi dos horas hablando para ponerte al día.
Aquellas para quienes tratas de sacar un rato que pasar con ellas aunque tengas
otras cosas que hacer porque cada vez es más difícil juntarse y verse. Personas
con las que a pesar de estar a cientos de kilómetros de distancia mantienes el
contacto como si estuvieran aquí al lado. Aquellas a las que puedes contar
cosas y pedir consejo. Con las que te gusta pasar los buenos momentos y sabes
que están ahí para los malos. Todas ellas son importantes, a pesar de que cada
una tiene sus peculiaridades y extrañezas, pero nadie es perfecto ni normal. Y
es que ser normal es muy aburrido.
Hoy he salido de mi última clase.
Ha sido un momento triste y lleno de recuerdos que me ha llevado a escribir
estas líneas. Pero ahora les toca el turno de vivir su época universitaria a
otros, algunos que ya están en ella, otros que empiezan ahora. Y espero que lo
disfruten al máximo porque, cuando se quieran dar cuenta, se ha acabado.
Para terminar, si estás leyendo
estas últimas líneas y has tenido la paciencia de leerte toda esta parrafada
que se me ha alargado más de lo previsto, quien quiera que seas, te doy las
gracias. No he usado nombres pero espero que te hayas sentido identificado o
mencionado en al menos alguna línea. Y te pido que le des un me gusta o dejes
un comentario para saber que no he escrito tantas palabras en vano.
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