domingo, 3 de marzo de 2013

Kamlun

Vamos con otro relato participante de un concurso del foro fantasiaepica.com. Esta vez es un cuento. Debido a la falta de ideas que tuve en esos días en que lo escribía ha quedado un bastante simple y un poco incoherente. De todas formas, hubo a quién le gustó.



Érase una vez un bello y próspero reino entre las montañas, gobernado por un justo y benévolo rey y una hermosa reina. La heredera al trono era una joven princesa que había heredado de sus progenitores la belleza y la sabiduría para ser, en un futuro, una gran reina. El pueblo amaba a sus gobernantes y vivía apaciblemente en las aldeas y en la capital del reino, dedicándose a sus labores y quehaceres.

Sin embargo, había algo que empañaba el carácter tranquilo de este reino. Una malvada, fea y vieja bruja habitaba en lo profundo de un bosque cercano a la capital y, aunque no causaba grandes males, su presencia ensombrecía los ánimos en los días fríos y grises del invierno.

O, al menos, ésta era la opinión que la nobleza y realeza de este reino, llamado Kamlun, mantenía. Sin embargo, la realidad era muy distinta y los kamlunianos tenían ideas bastante diferentes.

Desde luego, Kamlun era un bello reino situado en una codillera de montañas no muy altas. La capital se alzaba en un hermoso valle por el que fluía un caudaloso río. Numerosos pueblos, grandes y pequeños, se extendían por las colinas y valles circundantes. A pesar de no tener grandes problemas, el invierno era duro, los caminos se helaban y muchos aldeanos quedaban aislados durante meses. Además, los lobos atacaban al ganado con frecuencia.

El rey se portaba bien, pero no hacía mucho por el reino puesto que se pasaba la mayor parte del día ebrio. Era la reina la que más se encargaba de los asuntos reales, aunque se preocupaba más por las intrigas palaciegas y los cotilleos de los nobles que de las necesidades de sus súbditos. Por último, la princesa Anira no tenía mucho interés en aprender a ser una gran reina, sino que, a sus dieciséis años, sólo le preocupaban sus vestidos y su largo cabello. Los gobernantes apenas atendían el reino, pero éste salía adelante gracias al trabajo y esfuerzo de sus habitantes, y a la ayuda de cierta bruja.

Íldara no era, como creían en la corte, ni malvada ni fea ni vieja. La bruja era una mujer baja y delgada, entrada en la treintena y de estrafalarios atuendos, que vivía en un claro del bosque, en una pequeña cabaña que compartía con sus numerosos gatos. En realidad, ni siquiera se podría decir que fuese una bruja. No tenía poderes, pero había sido instruida en antiguos saberes y en el arte de las pócimas y pociones. Los ciudadanos de la capital acudían a ella con frecuencia, en busca de consejo y curación, aunque siempre evitando que los soldados del rey se enteraran, pues de todos era conocida la animadversión que la familia real sentía por la hechicera.



Esta historia comienza una mañana en la que había un gran revuelo en el palacio. Los criados corrían de un lado para otro y los soldados montaban guardia con sus armaduras recién bruñidas. El príncipe Friis, del reino vecino de Siteria, llegaba ese mediodía, acompañado de sus más importantes vasallos y un centenar de soldados, para concertar su futuro matrimonio con la princesa Anira. Ésta, engalanada con su mejor vestido, esperaba impaciente.

—Bienvenido a nuestro hermoso reino, Friss. —Le dio la bienvenida el rey, que por un día se mantenía sobrio. Después de las presentaciones y el intercambio de las oportunas formalidades se organizó un gran banquete en honor al visitante.

Tras varios deliciosos platos se inició un baile entre los presentes. El príncipe invitó a la joven princesa a bailar con él, a lo que ella accedió encanta. Apenas se habían juntado sus manos y sus pies habían empezado a moverse al son de la música cuando las puertas del comedor se abrieron estrepitosamente y un hombre joven y musculoso entro jadeando, arroyando a su paso a los guardas que intentaban retenerlo. La música cesó de golpe y los bailarines se detuvieron. Todos observaban a Enias, el herrero de la ciudad, que intentaba recuperar el aliento para dirigirse a los presentes. Puesto que el rey volvía a su estado habitual y roncaba en su asiento, fue la reina la que se dirigió al hombre.

—Decidme, herrero, ¿qué os hace entrar de estas maneras en el palacio cuando se está celebrando algo tan importante?

—Disculpad, majestad, pero está ocurriendo algo terrible en los alrededores de la ciudad. —Había recuperado el aliento y ahora se dirigía a los presentes con voz potente y segura, aunque un atisbo de temor se dejaba entrever en sus palabras—. Varias personas desaparecieron ayer tarde en las proximidades y cuando hemos salido esta mañana un grupo a buscarlas no hemos encontrado nada. Sin embargo, a nuestro regreso, varios de los hombres han sido atacados por algo que parecían sombras y sólo hemos regresado tres de los quince que salimos.

Todos los presentes empezaron a murmurar a la vez. Pero pronto su atención se centró en el príncipe, que había comenzado a temblar en el centro de la sala.

—La maldición… es la maldición. —Su voz era apenas un susurro quedo.



Íldara recogía manzanas del árbol que crecía al lado de su cabaña cuando oyó acercarse a un caballo al galope. Se giró para ver entrar en el claro a Enias que, sin desmontar, se apresuró a relatarle lo acontecido.

—La maldición… —La bruja meditó unos minutos y a continuación entró precipitadamente en la casa. Cuando salió llevaba en brazos un pequeño montón de libros—. Creo que el príncipe es víctima de una antigua maldición lanzada por los elfos después de la guerra que destruyó su hogar. Según esa maldición, si cualquier miembro de la familia real de Siteria intenta extender su territorio mediante el matrimonio, él y su futura esposa serán perseguidos por las almas atormentadas de aquellos inmortales que perdieron su cuerpo en aquellas guerras. Y de paso arrasarán con todo humano que encuentren por el camino.

—¿Puedes hacer algo por detenerlos? —preguntó el herrero, profundamente preocupado.

—No lo sé. Pero he de ir a la ciudad, aún a riesgo de que la reina mande a sus soldados a capturarme. —Y sin añadir nada más subió ágilmente al caballo detrás de Enias.

Las puertas de la muralla estaban fuertemente vigiladas y permanecían cerradas. En el interior, la gente empezaba a dejarse llevar por el pánico. La noche se acercaba y todos temían el momento en que la luz del sol desapareciera. Íldara, en casa del herrero, consultaba uno de los antiguos libros que había cogido antes de abandonar su cabaña. Había dado instrucciones a varios ciudadanos para que informaran a los demás de que debían permanecer en sus casas, junto al fuego, y echar a las llamas una rama de tomillo, eso los mantendría a salvo.

Realmente no creía que tuviera ningún efecto, pero al menos los calmaría un poco y podría seguir estudiando los libros. Parecía que había encontrado algo que podría ayudar a resolver la situación, pero necesitaba concretar algunos detalles.

En ese momento llamaron impetuosamente a la puerta y cuando el herrero abrió entraron media docena de guardias reales. El que mandaba a la patrulla miró a la bruja y mandó a sus hombres apresarla.

—La reina ha recibido rumores de que estabais aquí. Quedáis arrestada por empleo de artes oscuras.



Encerrada en una mazmorra del castillo, Íldara daba vueltas al pequeño espacio del que disponía, mientras seguía analizando lo último que había logrado averiguar. Allí metida no podía ayudar a nadie, pero la reina no la permitiría salir.

Pasaban los minutos y las horas. Los guardias que la vigilaban fueron relevados por dos nuevos soldados. Cuando los primeros se hubieron marchado, los nuevos guardias se quitaron los yelmos que les ocultaban el rostro y uno de ellos, sacando una llave, se acercó a los barrotes de la celda. Cuando la luz de una antorcha le permitió ver su rostro, Íldara quedó sorprendida al ver a Enias. El otro soldado era el primo del herrero.

—¿Qué haces aquí así vestido?

—Voy a sacarte de aquí. Por suerte tengo una llave que mi padre se guardó cuando construyó estos barrotes. Te necesitamos fuera. Es media noche y las sombras han entrado en la ciudad. Atacan a la gente y se dirigen hacia el castillo. Los soldados intentan luchar contra ellas, pero sus espadas las atraviesan como si fueran humo. Ni siquiera las puertas pueden detenerlas, esas cosas se cuelan por las juntas y rendijas.

—Muy bien, vamos. Necesito ver al príncipe. Creo que se cómo podemos detener esto.

Subieron las escaleras que conducían a la entrada principal. El herrero y su primo se habían vuelto a poner los yelmos y conducían a Íldara como si la llevaran prisionera, explicando a los demás guardias que la llevaban ante la reina para evitar que los retuvieran.

Los soldados de la puerta intentaban mantenerlas cerradas, pero las sombras estaban al otro lado y empezaban a deslizarse por la pequeña abertura que quedaba entre la puerta y el marco.

Desde la entrada se dirigieron al salón donde se encontraba la familia real y el príncipe. Al verlos entrar, la reina se puso furiosa.

—¿Qué hace ella aquí? Debería estar en las mazmorras. Bastantes problemas tenemos ya.

—Majestad, ella puede ayudarnos —dijo Enias, dejando de nuevo su rostro al descubierto.

—¿Ayudarnos? Seguro que ha sido ella quién ha invocado a esas criaturas para atacarnos.

Íldara, ignorando a la reina, se dirigió al príncipe.

—Príncipe, esas criaturas os persiguen a vos, y ahora también a la princesa. Conocíais la maldición que recaía sobre vuestra familia y aun así vinisteis a este reino sabiendo lo que podíais provocar.

—Yo nunca creí que la maldición pudiera ser real —se excusó el príncipe—. Hacía años que supuestamente había sido lanzada y jamás había ocurrido nada.

—Eso ya da igual. Ahora lo importante es detenerlo. Creo que he encontrado el modo. Según el libro que estaba leyendo cuando me arrestaron —lanzó una furiosa mirada a la reina— el único modo de detener las sombras es demostrando que no te casas para ampliar tu reino, si no por amor.

 El príncipe, estupefacto, se quedó mirando a la bruja con la frente arrugada. En el exterior del salón se empezaron a escuchar gritos y los soldados que guardaban la puerta se prepararon para recibir a las sombras. Anira, tímidamente, se acercó al príncipe y, cogiéndole la mano, le susurró:

—Friis, besadme y así demostrareis que me amáis y detendréis a las sombras.

 Él quedó pensativo unos instantes, pero al ver a las primeras sombras colarse por debajo de la puerta y atacar a los soldados se inclinó sobre la princesa y la besó. Todos quedaron expectantes, pero nada sucedió. Las sombras seguían avanzando y atravesando la puerta. Cada vez había más en el salón.

—No ha funcionado —gritó la reina, fuera de sí—. Todo esto es cosa tuya. Lo has tramado tú.

—Por supuesto que no ha funcionado —respondió Íldara seriamente—. El príncipe acaba de conocer a Anira, ¿cómo va a amarla? Además, está claro que su propósito era anexionar ambos reinos. No hay nada que pueda hacerse.

Las sombras ya invadían el salón, acercándose lenta pero inexorablemente hacia el príncipe. Éste, asustado, intentó huir echando a correr, pero las sombras se lanzaron tras él y lo atraparon, cubriéndolo en una oscura y densa nube. No se oyó ningún grito, pero cuando las sombras se separaron el príncipe había desaparecido.

Las sombras no se dispersaron, si no que se volvieron hacia la princesa Anira, que temblaba sin poder moverse de donde estaba. El rey, que hasta entonces había permanecido sentado con una copa en la mano, se levantó y corrió hacia ella, interponiéndose en el paso de las sombras. Éstas los envolvieron a ambos igual que habían hecho con el príncipe. La reina gritó furiosa y desesperada, poco antes de que las sombras se dirigieran hacia ella.

En ese momento Enias se volvió hacía Íldara y, cogiéndola de la mano, la instó a salir de allí. Juntos echaron a correr hacia las puertas del salón y se dirigieron a la salida del castillo. Al volver la vista atrás, la bruja vio que las sombras los seguían y en su avance atacaban a todos los soldados que había cerca. No entendía porque no habían desaparecido ya. Según la maldición su objetivo era únicamente el príncipe y su futura esposa. Claro que no había leído nada que indicara que después de eso las sombras no pudieran arrasar con lo que quedaba del reino.

 Jadeantes, llegaron a una plaza donde un gran grupo de ciudadanos se arrejuntaban atemorizados. Las sombras se acercaban por todas las calles que convergían en la plaza, cercándolos. Había muchas más de las que habían entrado en el salón. Una masa oscura rodeaba el centro de la plaza y se iba cerrando en torno a ellos.

—Esto es el fin —murmuro Enias, que, sin embargo, no se dejó llevar por el pánico. Cuando las sombras estaban a poco más de un metro de ellos se volvió hacia Íldara y la beso. Siempre había sentido algo por la buja, pero nunca se había atrevido a demostrarlo. Sin embargo, ahora, viendo su muerte tremendamente próxima, dejo que sus sentimientos salieran a la luz, mientras esperaba que las sombras los engulleran.

Pero esto no sucedió. Extrañados, se separaron y miraron a su alrededor. Las sombras se habían detenido y se estaban juntando, formando una sola sombra más densa y compacta que, a pesar de ser completamente negra, dejaba ver los rasgos de un alto y anciano elfo. Éste se dirigió al herrero y la bruja, hablando con una voz suave que a la vez parecía salir de lo más profundo de la más oscura de las cavernas.

—Tanto Kamlun como Siteria han sufrido ya bastante gobernados por reyes inútiles, pero ahora ambos reinos han quedado sin gobernantes. Os toca a vosotros encargaros de ellos. Íldara, con tus conocimientos y la ayuda de este hombre podrás dirigir sabiamente estas tierras, sin olvidar que sois vosotros los que trabajáis por el bienestar de los kanlumianos y los siterianos y no al revés. Ahora nosotros podemos por fin descansar en paz.

La figura del elfo se difuminó y la sombra que lo formaba fue disolviéndose hasta desaparecer. Íldara y Enias permanecieron largo rato de pie, cogidos de la mano, asimilando lo que acaba de ocurrir. Sólo volvieron a la realidad cuando la gente que los rodeaba en la plaza estalló en vítores.



Y así es como estos dos reinos se unieron y prosperaron, siendo gobernados justa y sabiamente por Íldara y Enias, y después por sus hijos y nietos.



La bruja nunca llegó a entender del todo que había sucedido. Cuando volvió a casa del herrero el libro del que había obtenido la poca información útil había desaparecido.


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